La alegría con la que inicialmente fue recibido Fernando VII se fue convirtiendo en decepción primero y en frustración más tarde. La actitud despótica del monarca fue el caldo de cultivo perfecto para que se fraguase en la clandestinidad un movimiento conspiratorio destinado a acabar con una situación de represión y de enfrentamiento entre realistas y liberales. No obstante, todos los intentos conspiratorios acabarían en fracaso.
Entretanto, en la zona de Cádiz –cuna de la Constitución- y aledaños, el Gobierno concentraba a un ejército de más de 20.000 hombres llamados a luchar en ultramar para aplacar las revueltas que despuntaban en las colonias españolas en América. Varios factores contribuyeron al descontento de las tropas, que pasaron largo tiempo esperando para embarcar en lo que se rumoreaba que sería una muerte segura para luchar en una causa de la que no estaban convencidos. Los barcos en los que habrían de viajar estaban en un estado deplorable y para colmo, los hombres fueron separados en batallones diseminados por las localidades de un entorno con una significativa presencia de logias masónicas. Uno de esos pueblos fue Las Cabezas de San Juan y allí recaló Rafael del Riego, comandante del Batallón de Asturias.